El Ayuntamiento de Haría ha entregado a Luis Enrique Hernandez Méndez el premio al ganador de la categoría Senior del concurso de relatos ‘Voy a escribir de ti, Haría’, por el texto presentado al concurso, titulado ‘Camelleros y picadores de tabaiba’.
La alcaldesa de Haría, Chaxiraxi Niz, felicita al premiado por su relato y “por participar en este concurso y por mostrar desde la perspectiva de las personas que llevan toda su vida viviendo en el municipio cómo es vivir aquí y los encantos tradicionales de Haría”.
Camelleros y picadores de tabaiba
El ruido de los platos en la cocina me despertó. Por la puerta de la gallenía entraba la claridad de la luna, seguro que aún faltaban muchas horas para el alba.
Yo ya estaba acostumbrado, el día que tocaba ir a buscar leña, el humano apenas dormía cinco horas, se despertaba pasada la medianoche. Hoy tocaba viajar a ese lugar llamado “Malpéis”. Me levanté, con ese movimiento tan característico en nuestra raza, debido a la largura de nuestras patas. Apenas quedaba comida en el pesebre, pero como siempre, él, en cuanto acabe con el “agua de pasote con gofio y queso picado, de todas las mañanas, vendrá a darme mi parte de ración.
La verdad es que no me puedo quejar, él se preocupa de que no me falte la comida, me hace trabajar, pero no me maltrata, otros compañeros me cuentan que todos los humanos no nos tratan con respeto, y que a veces son violentos.
Siento los pasos, me saluda, me da unos golpes cariñosos, y me pone de comer. Se marcha para la casa, lo noto cuidadoso para no despertar a su mujer y a sus hijos e hijas, porque tiene un montón. Al rato, vuelve, me tuche, coloca la embarda en mi lomo, y arriba la cilla. Todo esto ocurre fuera de la oscuridad de la gallenía, en la claridad de la noche, gracias al brillo de la luna.
A esa hora, dejamos atrás Las Casillas, con el soplido de una ligera brisa, y rumbo al noreste, por donde asoma El Roque del Este. Mi compañero iba caminando un poco por delante de mí, con la soga de mi freno en la mano.
La claridad marcaba la silueta de la montaña de Los Llanos, un montón de veces ya había subido a su falda, ahí se planta chícharos y otros granos, y me toca cargarlos hasta la era, para luego trillarlos. Pero hoy nuestro destino estaba mucho más lejos, continuamos nuestro camino, los dos en silencio, y viendo como aparecía, imponente, La Corona, ese volcán que dibuja y configura el norte de la isla.
El camino, en paralelo al volcán, se dirigía atravesando terrenos de cultivo, y bastantes viñedos, hacia una peña que destacaba en el horizonte, La Peña de Las Siete Leguas, pero aun estábamos bastante lejos, íbamos por Las Cuevas. Gracias que ya habíamos entrado en calor de tanto caminar, porque la brisa de la madrugada era fresquita.
Aunque por la zona de Peña Redonda, aún hay terrenos de cultivo, ya se nota la presencia de suelo volcánico, de “malpéis”, como llaman al malpaís. Todos estos terrenos de lava del Volcán de la Corona, y de la Quemada, las trabajaron para cultivo, y hoy se produce una gran cantidad de fruta. Yo lo sé, porque al otro lado de este lugar que se llama Las Hoyas, viven los padres de la persona que me acompaña, en Los Morros de Órzola.
El silencio nos acompaña, como casi siempre, a lo largo de todo el viaje, él es poco hablador, y tampoco tenemos muchos temas de qué hablar en común, puede que como consecuencia de ello, me decidiera a contarles esta historia.
Justo estamos pasando a la altura de la Peña del Quintal, donde a veces y en el camino de vuelta, vemos a alguna persona subida en ella, para otear la situación del ganado que está por los alrededores, no vaya a ser que se salten alguna pared, y lleguen a los frutales.
Se está acercando el destino, la sombra de la Peña de Las Siete Leguas, nos marca la vereda, desde arriba, el acebuche vigila nuestro paso, y se asegura de que no somos extraños, de que también pertenecemos de alguna manera al volcán.
Después de un buen rato, y ya metidos en la naturaleza del “malpéis”, donde el humano no había modificado el suelo, llegamos a una pequeña vaguada, que le llamaban “el tuchidero”, y ahora sí, él me habló, tiró de la soga, animándome a tuchirme.
Habíamos llegado los primeros, como casi siempre, porque no éramos los únicos transportistas que operaban en el lugar.
Mi compañero, a pesar de que ya estaban allí todos los haces de leña preparada para cargar, siempre gritaba el nombre del picador de tabaibas, – ¡Tito!, ¡Tito!
El señor, aparecía, como si estuviese esperando detrás de una laja del volcán, con la cuchilla curva en la mano, y toda la ropa manchada de leche de tabaiba. Se saludaban efusivamente, porque se conocían desde niños, y además compartían la magia y el silencio del “malpeís”.
Tito, como otros más, iban a la zona salvaje del volcán, cortaban los troncos de la tabaiba, le quitaban las ramas pequeñas, y en los troncos le hacían unas cuñas con la cuchilla, para ayudar al secado de la planta, ya que sólo se podía tener al sol sobre 14 ó 15 días, pasado este tiempo, la leña ya no era óptima para el consumo en los hornos.
Cuando nosotros llegábamos al tuchidero, ya ellos tenían todo la leña preparada para colocarla en mi silla, y así poder transportarla.
Después de intercambiar saludos, y preguntar por la familia, una vez que la carga estaba bien asegurada, mi compañero y yo emprendimos el viaje de vuelta. Nuestro destino estaba en el pueblo de Haría.
Aún caminábamos alumbrados por la claridad de la luna, el viaje es más pesado, voy cargado, pero sin darte cuenta, ya estamos por Los Cascajos. Un poco más abajo, llegamos a casa de Emilio, un señor que tiene un horno y se dedica a hacer pan y algunas veces también hace dulces cuando llegan las fiestas.
Mi compañero y él, se dan un abrazo, se tienen mucho aprecio. Descargamos la leña, habla durante unos minutos, pero se despiden porque hay que llegar a Máguez y salir a trabajar al campo, este transporte es algo adicional, que sirve de ayuda para sacar a la familia adelante.
Cuando el panadero nos da la parte que nos corresponde por el transporte, salimos hacia nuestra casa de Las Casillas, teníamos que ir a cortar alfalfa a la Ladera de Nuñez. Caminábamos contentos, el sol estaba asomando por La Vista La Vega.