El grito duró
lo que tarda en morir la esperanza
en un contenedor.
La pilló por sorpresa,
debajo de la mesa,
en cuclillas, casi de rodillas,
más asustada de lo que imaginó.
Y esa fue la primera vez,
pero no escapó,
mareada en medio del rencor,
allí se quedó.
El segundo grito
se hizo chiquito porque se acostumbró
a la disciplina de la imagen del espejo
que ya no le daba su propio reflejo,
a la firmeza de palabras extrañas
que la perseguían por toda la casa
y la encontraban en el suelo del salón.
Se derrumbó,
ya estaba disponible para recorrer territorios
desde la cocina hasta el dormitorio.
Los gritos no salían por la ventana,
se guardaban en el cuarto de baño,
en la puerta que no se abría cuando ella quería,
en el agua que no la limpiaba
ni le quitaba las babas, dejando en ella su sudor.
En sus brazos, sus piernas, en su rostro que ya no sonrió,
viven las huellas de todos los gritos que ella no gritó.
Bendito reloj,
un nueve de septiembre se paró,
las agujas jugaron con destreza
haciendo caso omiso al tiempo que empieza.
La casa vacía, sin ecos, sin espejos, sin ningún rumor,
sin gritos en la cocina, en el dormitorio o en el salón.
Y por fin, una ventana se abrió…