El vino que mana del volcán
Crecí entre uvas.
De chinija mi abuelo solía decirme que yo no mamé del pecho de mi madre sino de una parra y que por eso tenía los labios de color violeta en vez de rojos o rosados como los de las demás niñas. “Tú no eres una niña – decía- eres una uva y algún día serás un buen vino”. Luego echaba a reír. Yo me enfadaba y, en plena rabieta, pataleaba y gritaba: “¡Yo sí soy una niña! ¡Yo sí soy una niña! ¡Yo no soy una uva!”. Después corría al espejo a mirarme los labios y comprobar si algo en mí se había transformado en uva.
Pero nunca me quedaba tranquila del todo, aunque mi madre me repetía una y otra vez que no le hiciera caso a mi abuelo, que eso eran majaderías de él para hacerme rabiar. Ella también se reía porque le hacía gracia lo en serio que yo me lo tomaba.
Al crecer dejé de enfadarme y comencé a entender lo que mi abuelo quería decir. En realidad no le faltaba razón, algo en mí era como una uva. Necesitaba sentirme arropada, como una uva en un racimo, siempre la protección y el calor de los cariños y mimos de mi familia. Allí, junto a él, junto a mi abuelo, me sentía protegida como uva en su racimo, como la viña en La Geria detrás de sus muros de piedra. Ni el más fuerte vendaval podía hacerme daño allí. ¡Pisar esta tierra negra otra vez trae tantos recuerdos a mi mente! A medida que camino mis pies se hunden en el rofe, y ese sonido de la lava al pisar me produce la extraña sensación de estar de nuevo en mi infancia. “¡Pero a quién se le ocurre meterse aquí con estos zapatos!. Te has vuelto una señorita de ciudad demasiado fina, me dije a mi misma. Si tu abuelo te viera, ¡cómo se reiría de ti! “¿Con esos zapatitos vienes a ahoyar niña?, diría, sin poder evitar esa risa suya tan contagiosa”. Le recuerdo caminando por el volcán.
Era feliz entre las lavas negras; para él eran milagrosas. “En esta tierra sin agua y donde el alisio alardeando de su poder no hay, niña, mayor milagro que ver crecer estas parras. Recuérdalo bien”, me decía. Él inculcó en mí el amor por esta tierra que daba vida y por sus frutos que eran nuestro sustento. Amaba las parras como a sus hijas y cuidaba de ellas con el esmero con el que se cuida una delicada flor, uva por uva, hoja por hoja. No importaba el tiempo que se empleara, la viña nunca estaba descuidada.
“Ves niña, coge el racimo así, por arriba, sujetándolo con cuidado, ¡que las uvas no se estropeen, niña! ¿Pues no ves que si las aprietas vas a hacer el vino con tus manos?”
“No tengas prisa-replicaba- que aunque te acuestes más temprano, el sol sale siempre a la misma hora, niña.” Y terminaba diciendo: “Sale a la hora que le toque salir, ni antes ni después”.
¡Qué razón tenías abuelo! Tanto que corrí en la vida para llegar siempre la primera, y cuando las cosas no pueden ser, no son. “Mira niña, la viña es como la vida misma, a veces da una buena cosecha y a veces el bicho se mete y no da nada. Cuando da, hay que estar contento, arrimar el hombro y todos a vendimiar; y cuando no da, mi hija, no hay otra que esperar al siguiente año p´a volver a cosechar.”